La discusión sobre las corridas de toros, que ha cobrado vigencia nuevamente a raíz del anuncio de Consulta Popular, puede abordarse desde diferentes ángulos. No me voy a referir ahora a la cuestión económica (empresarial) de los espectáculos taurinos, ni al valor de las llamadas tradiciones, ni a la discusión jurídica sobre si los animales pueden ser o no sujetos de derechos, sino únicamente a la dimensión ética del problema.
Escribí anteriormete acerca de la liberación animal, corriente cuyo pionero es Peter Singer, autor de una de las obras fundamentales acerca del respeto de los intereses animales. Como lo revela la biología, los animales vertebrados tenemos sistemas nerviosos similares y experimentamos el dolor de una forma muy parecida. No podemos comprobar de manera directa el dolor que experimenta un animal -se dice que los teoremas matemáticos son los únicos susceptibles de verdadera comprobación- pero podemos deducir y conjeturar con certeza, a partir del estudio de sus organismos, que sí son capaces de sufrir.
Históricamente hemos calificado a los animales no humanos como especies menos dignas de respeto que las personas, por pensar que no tenían "alma" -lo decía Descartes- o por no tener raciocinio. Esto genera una contradicción, pues si el raciocinio fuera el fundamento del respeto a la integridad física, quedarían a merced de la violencia los niños pequeños y los enfermos mentales. Entonces se dice que a estos últimos se los respeta por pertenecer a la especie humana, con lo que se cae en una forma de discriminación a la que hoy llamamos "especismo" pues consiste en dejar fuera de las consideraciones éticas a un grupo de criaturas en virtud únicamente de la especie animal a la que pertenecen, al igual que se excluye a alguien por su raza, su condición social o su sexo.
Para no caer en la contradicción de deberle respeto sólo a quien puede razonar, debemos aceptar que el principio "no hacer sufrir" tiene su base en la capacidad de sentir dolor, no en la de discernir. Siendo así, cualquier especie capaz de sentir dolor tiene intereses, el instinto y el deseo de seguir viviendo y llevar una vida plena, exenta de sufrimiento.
En las corridas de toros no solamente se priva de la vida a un animal para "entretenimiento" de los expectadores, sino que su muerte es lenta y dolorosa, precedida por la inflicción de heridas graves, sangrado e irritación continua del ánimo de la criatura. No se puede justificar éticamente este proceder, tal como nos repugna la idea de una pelea de perros o de una granja industrial castrando sin anestesia a los lechones. Aprovecharse del más indefenso siempre ha sido una actitud que ha merecido condena en todos los sistemas morales.
Me han dicho que mi visión está adelantada a su tiempo y que aún las sociedades deben evolucionar mucho para llegar al punto en que consideren importante el bienestar de los animales. Sin embargo y afortunadamente, sí he podido encontrarme con personas que han caído en la cuenta de que lo que está en juego no es la autonomía de la voluntad del hombre (al que le guste que vaya a la corrida y al que no, no); si no la posibilidad legítima de vivir una vida libre de padecimientos, que todo animal sensible debe tener.