Hace algunos años mi familia y yo nos mudamos al Reino Unido para que yo pudiera cursar mis estudios doctorales. Ahora me encuentro en la fase final del programa, próxima a entregar y defender mi tesis. La experiencia ganada durante este tiempo ha sido mucho más profunda y amplia que los conocimientos académicos. Mi compañero y yo reinventamos nuestro estilo de vida, creamos nuevos hábitos, nuevas aficiones y nuevas actividades para compartir con nuestro hijo. También aprendimos mucho de vivir lejos de la familia y los amigos, lo que nos volvió más independientes y fuertes como pareja. Pero además, y quizá paradójicamente, entre los cambios que experimentamos no se encuentran solamente cuestiones relacionadas con la salud y el bienestar, sino también con nuestra forma de vivir y practicar nuestra perspectiva política.
Y digo paradójicamente, porque como se sabe, el Reino Unido es un país de configuración agresivamente capitalista, mientras que en mi familia soñamos con algo así como un anarquismo comunitario. Sin embargo, vivir en este contexto en el que prácticamente todos los servicios son privados (y francamente no más eficientes que los que disfrutábamos en Ecuador), la brecha entre los más ricos y los más pobres es cada vez más grande, y hay niveles de pobreza infantil que están empezando a recordar a la era victoriana, ha fortalecido nuestra convicción de que es necesario buscar formas diferentes de vivir. No podemos aislarnos del sistema, pero tal vez podemos encontrar formas un poco más éticas de consumir; ciertamente, podemos procurar consumir menos.
Hasta ahora hemos podido ser, creo yo, bastante coherentes en ese sentido. Sin embargo, encontrándome próxima al retorno, tal vez uno de los miedos que me mantienen despierta por las noches, es el riesgo de recaer en un patrón de vida al que podría etiquetar de "aburguesamiento". Para usar otra terminología, me preocupa la superficialidad social obligatoria. Con esto quiero decir que volver a insertarse en las redes sociales (no las virtuales sino a las tradicionales) a las que una ha "pertenecido" toda la vida, implica también adoptar una serie de códigos para interactuar con las personas de forma relativamente armónica. Por ejemplo, en el Reino Unido una de las cosas que menos me preocupan son la moda y la vestimenta. Incluso en eventos académicos, muy poca atención se presta a la formalidad. Por el contrario en mi ciudad y supongo que en general en mi país, suele decirse: "como te veo te trato". De hecho, cuando empecé como profesora universitaria (muy joven y apenas graduada), iba a clases vestida "de mí misma" (tenía mi pinta rockera de los tempranos veintes). Al final del ciclo en la evaluación docente, obtuve varios comentarios de alumnos que criticaban que no me vestía "como abogada".
Estos detalles pueden parecer desenfadados y hasta divertidos (la verdad todavía me río cuando recuerdo esa historia), pero hay más en el fondo: el anonimato que hemos podido vivir aquí, en un país que no es el nuestro, donde no conocíamos casi a nadie cuando llegamos y donde encontrarse con un colega en la calle es básicamente imposible, es un anonimato que se ha traducido en libertad. Libertad no solo de salir "desarreglada" o de comprar mi ropa en tiendas de segunda mano y quizá tener solo dos pantalones y tres camisas que van rotando todas las semanas. Libertad también de ser como creemos y decir abiertamente qué valoramos. Es decir, libertad de exteriorizar nuestras convicciones.
Traigo un ejemplo más para ilustrar lo que quiero decir. Estando lejos me he sentido libre para decir algo tan simple como que no como carne, sin miedo a que me miren raro. Me he sentido en plena libertad de educar a mi hijo sin ninguna religión, comunicarle mi feminismo, y explicarle cosas como que los chicos pueden casarse con chicos y las chicas con chicas, sin temor a que alguien por allí le diga que eso es una aberración. Me he sentido aliviada de no necesitar auto y de que el hecho de no tener vehículo no sea interpretado por nadie como fracaso económico que es sinónimo de fracaso personal, de no ser "nadie en la vida". Por el contrario, he tenido la fortuna de hacer amigos cuya misión es ser lo que predican políticamente. En suma, me he sentido libre de decir quién soy y hacer lo que creo sin el riesgo de ser marginada y condenada al ostracismo. He sido muy feliz.
Mi miedo pues, es caer en las redes de la familiar superficialidad del día a día que se necesita para vivir en una sociedad tan peculiar como la de mi región de origen. Miedo a no poder seguir siendo políticamente coherente sin tener que aislarme para ello; o peor aún, aislar a mi hijo. Miedo, en realidad, a mí misma: a que me afecte que alguien me juzgue porque no me interesa acumular cosas, objetos, pedazos de material que se publicitan como felicidad. Ese es pues, mi reto. Seguir siendo lo que estos años me han permitido: sincera y simple.