10 junio 2017

El doctorado más allá de los estudios


Hace pocos días defendí la tesis doctoral en la que he estuve trabajando durante casi cuatro años. Estaba nerviosa y también muy emocionada. Mis resultados fueron mejores de lo que esperaba: me sorprendió pasar el examen sin correcciones (algo que muy rara vez ocurre en los doctorados en el Reino Unido), y me quedé sin palabras cuando una de las académicas que más admiro, Prof. Nicola Lacey, dijo al final de la defensa que es una de las mejores tesis que ha leído. Naturalmente, estoy feliz y francamente aún un poco incrédula, tratando de asegurarme de que el día que tanto esperé realmente sucedió ya y fue un éxito. Pero ahora no quiero discutir mi tema de tesis o los descubrimientos realizados allí. Quiero enfocarme más bien en los aprendizajes no académicos que he obtenido en estos años. Tal vez mi experiencia sea útil para quien está por embarcarse o se ha embarcado ya en un desafío similar. En este post me refiero a los aspectos no académicos que considero más transformados en mi forma de ver el mundo luego del proceso doctoral.


Canterbury, Kent, Reino Unido
Falsa modestia, genuina humildad, y confianza en el trabajo propio

He emergido de este proceso profundamente más humilde que cuando lo inicié. Es importante hacer una distinción entre la humildad y el auto-menosprecio, pero también entre la humildad y la falsa modestia. Ésta última, en mi experiencia, la exhiben muchos académicos. El culto al ego es un problema común entre la gente que alcanza lugares"altos" en su carrera. El que es el "primero del grado", el abanderado, el mejor graduado, etc., con frecuencia desarrolla un complejo de superioridad que, a mi modo de ver, puede llegar a ser incapacitante. Porque fui la niña "aplicada" me atrevo ahora a hablar de la "paja en el ojo ajeno", luego de haber visto mi propia viga bajo el microscopio. Pensar que uno siempre tiene que ser "el mejor", el más "inteligente", el más "exitoso", no es una virtud, es una trampa que aisla y dificulta las relaciones con los demás, impidiendo un verdadero progreso en el aprendizaje. Ser vanidoso cuando se es joven, me parece, es hasta cierto punto comprensible; al fin y al cabo la falta de experiencia y de oportunidades para conocer y tratar a tanta gente brillante que habita en el mundo, pueden llevarnos a creer que somos "especiales". Por desgracia, sin embargo, he visto esa vanidad (que no hay que confundir ni con el amor propio ni el cuidado de una misma) persistir durante toda la vida de algunos académicos que he conocido. En este punto me resulta muy difícil entender por qué alguien cuya carrera implica (o debería implicar) confrontación continua con los límites de sus propios conocimientos y las fronteras de sus propias convicciones, puede seguir siendo engreído. 

Por otra parte, también es frecuente entre los académicos el "síndrome del impostor". Cuando inicié mi doctorado, el encuentro inicial con un universo virtualmente ilimitado de teorías, marcos analíticos, estudios de campo, posturas políticas y escuelas de pensamiento jurídico, fue abrumador. No pocas veces pensé: "creo que cometieron un error al aceptarme en este doctorado, no estoy preparada". Durante el segundo año entré en crisis y recuerdo que sentada en el suelo fuera de la Escuela de Derecho, conversaba por video llamada con mi supervisora, Prof. Kate Bedford, comentándole que quería renunciar. Hoy veo que una de las lecciones más importantes que ella me enseñó, es que se puede tener confianza en una misma sin que eso se traduzca en jactancia o vanidad. Aprendí a ser responsable por mis propias palabras y argumentos, a construir bases sólidas para los problemas que quiero mostrar, y a pensar más en los procesos que en los resultados. No creo saber todo lo que es necesario saber, porque eso es imposible. Pero confío en que si me topo con algo nuevo o desconocido, no se va a tambalear todo el edificio. Voy a aceptar con humildad y curiosidad que tengo algo más qué considerar y de lo que puedo aprender. Confío en que si no consigo el resultado "ideal" mis intentos serán genuinos y honestos. Confío en mi ética de trabajo, en que me voy a detener si me doy cuenta de que estoy haciendo daño a alguien. Confío en que voy a poder sentirme feliz, no solo abrumada o molesta, cuando alguien me haga observaciones que demanden la revisión y corrección de mi trabajo.

Derrotar el perfeccionismo y el triunfalismo

Como ocurre con la falsa modestia, creo que también es común entre los académicos el perfeccionismo. Por perfeccionismo entiendo la creencia de que los procesos pueden y deben culminar en resultados ideales o paradigmáticos. El perfeccionismo está basado en asumir que los procesos llegan a un fin. Ahora entiendo que los procesos son continuos. Los resultados son sencillamente una mirada al proceso en determinado momento, no son entidades acabadas, totales, definitivas. Quienes trabajan en investigación saben que siempre se puede hacer más. Una tesis no se termina, solo se deja de hacer. Por ello, el perfeccionismo no sólo es inútil sino dañino. Enfocarse demasiado en unos resultados finales que van a existir únicamente para fines explicativos en un momento dado, distrae la atención de la esencia investigativa, que es el descubrimiento, la sorpresa, la oportunidad de cambiar de opinión. Cuando inicié mi doctorado, habiendo padecido perfeccionismo durante tanto tiempo, me resultó difícil, al principio, recibir una tras otra, las anotaciones de mi equipo de supervisores sobre mis borradores. Correcciones y comentarios, literalmente, en todas las líneas. Referencias a textos fundamentales que tenía que leer íntegramente antes de seguir. Y otra vez lo mismo después de haber hecho las correcciones. Durante mi último año de trabajo, por el contrario, esperaba con anticipación la retroalimentación, como una oportunidad para entender mejor mi problema de investigación desde ángulos diversos.

Otro fenómeno relacionado con el perfeccionismo es el triunfalismo. Me parece que también es común entre personas de "alto rendimiento", pensar que lo más importante es salir victorioso, es decir, ser considerado el "mejor" en comparación con otros. Más allá de la vieja discusión sobre si la "naturaleza" humana es o no competitiva, creo que incluso en los deportes tiene que haber espacio para entender, nuevamente, que los procesos son en sí ganancia. Cuando envié por primera vez un artículo a una conocida revista académica en mi campo de estudios, fue rechazado con recomendaciones para ser reconsiderado. Acostumbrada a dinámicas diferentes en mi país, con una política y modus operandi muy distintos, me sentí "derrotada". Nuevamente le comenté a mi supervisora que no creía tener "madera" de académica. Y asimismo, aprendí que hasta los autores más consagrados reciben rechazos en los procesos de revisión por pares ciegos. A veces basta enviar el mismo artículo a otra revista para que se publique enseguida. Puede ser solo cuestión de gustos o de enfoques. En otras palabras, el "rechazo" no es intrínsecamente malo, solo es una situación que se da cuando ciertas condiciones se juntan. Y así opté por hacer las correcciones indicadas. Leyendo con más calma y detenimiento entendí que las sugerencias en realidad eran una generosa invitación por parte de los revisores a mirar hacia zonas que se me estaban escapando de vista y que eran claves para el problema tratado en mi artículo. Leí los textos recomendados. Volví a escribir todo el artículo de principio a fin. Y la segunda vez fue aceptado y publicado en una edición especial. Este proceso que suena rápido en realidad duró un año calendario. Un año de luchar contra mí misma, oscilando entre la curiosidad y la impaciencia; muchas veces trabajando aunque no tenía ánimos de hacerlo, y paralelamente avanzando en la tesis. Cuando apareció la publicación mi orgullo no fue por el "logro", sino por haber asumido el proceso de corrección en lugar de "tirar la toalla". De hecho, obtener los resultados deseados no equivale a "ganar" y no obtenerlos no equivale a "perder". Simplemente son desembocaduras distintas que ocurren por variables, a veces incontrolables, en los vientos y en las corrientes. Una y otra son ante todo oportunidades para aprender.  

El valor de la solidaridad feminista

Durante mis estudios conocí a muchas académicas y académicos feministas en el campo del derecho, incluyendo mi supervisora principal y mi segunda supervisora, Prof. Maria Drakopoulou. (Mi equipo estuvo conformado además por el Dr. Luis Eslava, especialista en derechos humanos). También tuve oportunidad de trabajar con colegas feministas en la organización de eventos y en discusiones de nuestros trabajos. Recibí un apoyo totalmente desinteresado de profesoras que no tenían ninguna relación con mi proyecto ni nada que "ganar" al invertir su tiempo en ayudarme. Asistí a seminarios sobre metodologías feministas y leí el trabajo de innumerables mujeres que están luchando por un mundo menos injusto. Una de las cosas más importantes es que hice buenas amigas feministas, tanto en la academia cuanto en el activismo. Aprendí de ellas que podemos apoyarnos con absoluta generosidad y que siempre hay algo más que dar. Que cuando no hay nada para dar hay un abrazo qué recibir. Que las malas noches también pueden ser por el trabajo ajeno, por el genuino deseo de ver a la otra crecer. Que la competitividad de la que a veces nos echan la culpa quienes dicen que las mujeres somos nuestras peores enemigas, tiene un origen muy relacionado con la economía sexista e individualista que domina en el mundo. 

Generosidad con quienes están cursando un proceso de aprendizaje

Universidad de Kent
Durante mi doctorado viajé a Ecuador en varias oportunidades para conducir mi trabajo de campo. En una de ellas, en un congreso, conocí a un colega cuyo trabajo está relacionado con mi investigación. Le pregunté si podíamos conversar. Él, docente en una institución prestigiosa, me facilitó su número de teléfono e indicó que podía enviarle un mensaje al día siguiente para hacerlo. Efectivamente, así lo hice, durante un receso, estando ambos en la misma sala, solo que él no se había percatado de mi presencia. Y así, estando frente a mí, el colega me envió un mensaje diciendo: "Ahora estoy ocupadísimo dando clase en la universidad X. Tal vez la próxima semana". No narro esta anécdota porque tenga el menor resentimiento con el colega u otros que habrán tenido actitudes similares (quizá esta persona tuvo razones muy válidas para no querer conversar conmigo). Pero aprendí que aunque la vida nos estresa, las ocupaciones nos abruman y las agendas se nos llenan, la esencia misma de la academia y de la docencia es la generosidad con los que quieren aprender. Ser buen profesor es ser transparente y desinteresado al facilitarles a los estudiantes las herramientas que sabemos que son claves. Tanto como estudiante cuanto como docente, he conocido profesores que son celosos de sus propios conocimientos, que tratan de competir con los estudiantes y se reservan para sí mismos ciertas ideas importantes que facilitarían las cosas a los alumnos. Que en lugar de encontrar solaz en las preguntas y comentarios de un estudiante curioso y proactivo, toman su actitud como afrenta y aprovechan su situación de autoridad para imponerse. He conocido docentes que trabajan en instituciones académicas por el prestigio que tal oficio otorga, pero con poco interés y ciertamente poco tiempo para atender a los alumnos. Afortunadamente mi experiencia en el Reino Unido ha sido que mientras más reconocido y veterano ha sido el académico con el que me he puesto en contacto, más dispuesto se ha mostrado a hacer el esfuerzo de incluirme en su cogestionada agenda para conversar. He conocido académicos consagrados que me han llamado personalmente por teléfono o videollamada para discutir algún tema que no pudimos agendar para tratar en persona.

En estas reflexiones retrospectivas me reconozco a mí misma en el pasado y me siento afortunada de haber podido darme cuenta para mejorar en el presente. La politóloga feminista Donatella Alessandrini, que también me ayudó mucho durante mi doctorado, me dijo luego de mi Defensa que es imposible seguir siendo la misma persona luego de atravesar un proceso como éste. Un proceso que consiste en interrogarlo todo, incluso las creencias a las que nos aferramos con más desesperación. Una inmensa paz emerge cuando aceptamos la pequeñez del ego, la ridiculez del egoísmo, el despropósito de estar siempre a la defensiva.