En mi tierra, todavía hay que explicar con cuidado qué es ser feminista. No vaya a ser que asuman que odio a los varones, o lo que es peor, que aspiro a un orden de hegemonía femenina en el que se han invertido las estructuras de opresión y los hombres se han convertido en objetos, en instrumentos para uso, entretenimiento y trabajo gratuito en provecho de las mujeres que habremos de reinar en ese terrorífico sistema vengativo.
Tal vez debo ser más justa: no sólo en mi tierra "feminista" es mala palabra. El término ha estado desprestigiado desde sus orígenes, en los escenarios occidentales en que se acuñó y después en dondequiera que alguien se ha apropiado de él. Tal vez porque todos los movimientos anti-hegemónicos asustan, tal vez porque quienes se sienten amenazados por las voces insurrectas se encargan de difundir imágenes satanizadas de esas "otras", esas marginales que ponen en peligro el apacible estilo de vida de los que disfrutan el lado cómodo de las jerarquías y la discriminación. No en vano hace algunas décadas la palabra "comunista" era el equivalente al "terrorista" de hoy.
Las feministas somos de todas formas y colores y venimos de todas partes. El riesgo de un feminismo hegemónico blanco, occidental y de clase media-alta, se ha deconstruido progresivamente desde las luchas de las mujeres negras, mestizas, indígenas, rurales, pobres, trabajadoras, lesbianas, transgénero...
No todas coincidimos en todo. Tenemos posturas políticas diversas sobre ciertos temas específicos. Abogamos por estrategias de lucha distintas para alcanzar determinadas metas. Unas creen en los caminos de la democracia y las leyes, otras cuestionamos las paradojas de la institucionalización y alertamos frente a los riesgos de ser co-optadas. Unas ven a la libertad individual como el fundamento de toda resistencia, otras analizamos cómo el sujeto mismo se construye en la sociedad a través de los discursos. Unas creen en una ética específicamente femenina y una naturaleza propia de la mujer, basada en sus características corporales y psicológicas, otras interrogamos y queremos vaciar el contenido de la categoría "mujer".
Entonces ¿por qué seguimos identificándonos con esta palabra de múltiples sentidos? Bueno, en realidad ya muchas hablan de "tomarse un descanso" del feminismo, de un "feminismo queer" o de un "post-feminismo". Pero yo me sigo llamando feminista y lo hago con convicción y pasión. Lo hago porque para mí esta lucha sigue siendo por y para las mujeres. Porque he visto y sentido en carne propia cómo la equidad formalmente declarada en las leyes y los eslóganes de la instituciones no se ha traducido en emancipación material. Porque no es necesario definir una naturaleza femenina o prescribir quién cumple o no los requisitos para considerarse mujer. No es necesario categorizar y excluir para juntar manos en una lucha que es ante todo una resistencia a las etiquetas y a los mandatos que limitan y restringen. Entonces, "feminista" es una forma de nombrar a un movimiento social, pero no es una etiqueta cerrada, acabada, definida.
Que puedo ser madre si quiero, pero no porque ese sea mi destino "natural". Que si no tengo hijos no soy anormal. Que si dejo a mis hijos al cuidado de otros, no soy desalmada. Que si quiero trabajar puedo hacerlo sin ser esclavizada. Que mi belleza no tiene que ser la reproducción de lo que vende el mercado. Que si me enamoro de otras mujeres o simplemente me importa poco la forma externa de las personas, no tengo que avergonzarme de mi decisión de ser feliz. Que vestida, desnuda, disfrazada, maquillada, desarreglada, soy un ser sintiente, soy un cuerpo que sufre dolor y experimenta placer, un cuerpo que responde emocionalmente, un cuerpo que aprende. No una cosa, no un instrumento, no un medio, no una criatura de segunda clase. Eso. Soy mestiza, soy todo al mismo tiempo y soy indefinida. Soy feminista. Y lo soy cada día, en cada gesto y en todos mis esfuerzos diarios por reconstruirme y tener paz. Por hacer lo que digo y morirme como viví.