En 1920, en Estados Unidos, la producción y comercialización del alcohol etílico estaban prohibidas. Como consecuencia, el crimen organizado, liderado por el célebre Al Capone, tejió una efectiva red de tráfico generando ganacias millonarias. Hoy, alrededor del mundo, el tráfico ilegal de estupefacientes genera ganancias más exorbitantes, y se lo combate como delito de carácter transnacional en una cruzada que suele llamarse "guerra contra las drogas". Los tratados internacionales comprometen a los Estados parte a sumarse a la lucha contra el horrendo enemigo que destruye la salud de los ciudadanos y aliena las mentes de las personas destruyendo vidas y familias. Sin embargo, la legalización, que fue la solución definitiva al problema del tráfico de licor en los años 20, no se mira ni de lejos hoy día como una posible solución a la cuestión del narcotráfico y el consecuente lavado de dinero. ¿Cuál es la razón?
El problema es que a pretexto de luchar contra un fenómeno de carácter emergente, los Estados se comprometen a legislar disminuyendo ciertas garantías fundamentales de los ciudadanos, tales como el principio de legalidad, el principio de mayor favorabilidad para el reo, la prohibición de interpretación análoga de la ley, o la presunción jurídica de inocencia. La mera tenencia de una sustancia prohibida ya es indicio de actividades de narcotráfico, los Estados juntan esfuerzos para espiar a los ciudadanos. En esta guerra contra el enemigo público, al que se le adjudican las peores características posibles acudiendo a los principios morales de una época dada, se va gestando el llamado Derecho Penal del Enemigo, que se contrapone al Derecho Penal de Garantías -llamado liberal-, que debe basarse en la protección de los derechos fundamentales de las personas. Humildes campesinos que cultivan plantas prohibidas, pequeños intermediarios que se ganan la vida a duras penas distribuyendo pequeñas cantidades de las sustancias, ellos son quienes terminan siendo detenidos, mientras los grandes cabezas de cartel disfrutan del dinero e incluso de la protección de las autoridades corruptas.
Nada es nuevo bajo el sol y la literatura jurídica sobre tráfico de estupefacientes es abundante. Pero, a propósito de un breve ensayo académico que estoy escribiendo, me gustaría llamar la atención sobre las verdaderas emergencias sociales, la extrema pobreza, la desnutrición infantil y el restringido acceso a la educación en varios países no industrializados. ¿No es la decisión de consumir un tóxico absolutamente personal? Se habla de la protección de la salud pública, dándole al concepto una amplitud tan grande que terminamos sin poder definirlo. Los Estados invierten muchos recursos en sumarse a la cruzada internacional contra las drogas descuidando las verdaderas emergencias. Se aumentan los tipos penales, se endurecen las sanciones, se restringen las garantías. Mañana esta normativa autoritaria podría sacarse de contexto y atrapar a cualquiera de nosotros, dejándonos a merced de una "justicia" penal que no nos mira como ciudadanos, sino como imperdonables enemigos.