Nadie podría negar que en Ecuador se vive un problema serio de inseguridad, creciente al ritmo de la población urbana y de las cuestiones sociales que se derivan de la desigualdad económica. Sin embargo, en la percepción que el ciudadano promedio tiene sobre los índices delincuenciales, juega un papel crucial la postura de los medios de comunicación que, como es sabido, tienen el poder de agrandar o minimizar el impacto que la información puede causar en el público.
Así, temas como el sicariato, los asaltos callejeros y a bancos, y las muertes violentas, tienen una cobertura importante en las secciones de crónica roja de noticieros y periódicos, con programas y medios impresos que de hecho se dedican exclusivamente a difundir este tipo de noticias. Como tampoco se puede negar que cada medio de comunicación representa y auspicia ciertos intereses, cabe que interpretemos la preferencia por difundir unas u otras noticias, como un mecanismo para probar puntos de vista ante la opinión pública: si cada día hay muertes y robos en el diario, el ciudadano concluirá que vive amenazado, sin necesidad de conocer estadísticas precisas ubicadas en algún contexto. Esta posibilidad de que un hecho aparezca en el imaginario colectivo, determina también que un individuo pueda identificarse con un grupo social referencial -los atacados, los agredidos, la clase media que trabaja-, víctima de los malos manejos del aparato administrador de justicia, de la policía, del gobierno y claro, de los llamados antisociales, que son "los otros".
La noción de víctima se construye, pues, socialmente, así como la de "criminal". No sólo es cuestión de haber sido sujeto pasivo de un delito; para empezar, la tipificación misma de los delitos viene dada por constructos culturales, sino que debe existir identificación con unos sentimientos de vulnerabilidad y humillación que no son exclusivos de tal o cual individuo, sino comunes a quienes han pasado por las mismas vivencias. Pero por otra parte, hay hechos delictivos que los medios básicamente pasan por alto: las víctimas de la violencia doméstica, por ejemplo, que en su mayoría son las mujeres y los niños, no tienen espacio en los medios ni son blanco de grandes campañas antidelincuenciales, seguramente por su poco peso político, pero también porque, debemos aceptarlo, al agresor no se lo etiqueta, en nuestro imaginario, como delincuente; no se lo pone al nivel del ladrón o el homicida ni se lo tiene por enemigo común.
En consecuencia, las víctimas de la violencia intrafamiliar son víctimas olvidadas y a la vez, víctimas silenciosas. Se trata de un grupo que no encuentra rasgos en común para identificarse y adquirir fuerza social y presencia mediática. No halla elementos simbólicos para reivindicarse y darle algún sentido a los daños sufridos, como sucede muchas veces, por ejemplo, con los perseguidos políticos o las víctimas del Estado. Si un colectivo no tiene identidad y no visibiliza su problema, no tendrá conciencia de su vulnerabilidad social y desprotección, no exigirá nada y finalmente, siendo más vulnerable, será presa fácil de su verdugo y lo será en varias ocasiones.
Los movimientos feministas y las organizaciones de asistencia a víctimas de violencia familiar, precisamente quieren ayudar a las personas a entender, aceptar y solucionar su problema. Pero más allá de ello, es una obligación del Estado atender a la población a través de políticas preventivas, que a la larga se traducen en garantizar los derechos sociales y la educación, para que mujeres y niños sepan identificar la anormalidad y lo injusto de determinadas situaciones, para que visualicen la posibilidad de una vida sin violencia y sin sometimiento, para que hagan valer sus derechos. Las estadísticas mundiales señalan que la pobreza y el analfabetismo se concentran sobre todo en las mujeres. Eso nos dice mucho.
El derecho no es unidimensional ni puede desentenderse de los escenarios sociales sobre los que opera. Es lo que nos hace falta comprender para evitar caer en la continua derogación y reforma de leyes que no terminan de ser eficaces para resolver los problemas de las personas. Así como se ha probado que el endurecimiento de sanciones y la vigencia de la pena de muerte no reducen los índices delincuenciales, se puede probar que las leyes y los reglamentos no son por sí una herramienta para la lucha contra la injusticia. Primero hay mucho trecho por recorrer en el campo de las garantías constitucionales concretadas en acción, no sólo en legislación. Estudios científicos deben respaldar toda decisión normativa, a la vez que el Estado debe propiciar la adquisición de identidad y presencia social de los grupos más ignorados, permitiéndoles enarbolar su bandera y romper las cadenas culturales que los limitan, pues de lo contrario el círculo del eterno retorno, no se interrumpirá jamás.