En mi país tenemos la costumbre de quejarnos por todo. "Cada uno hace lo mejor que puede desde donde está", procuro pensar cuando me doy cuenta de que las quejas no van acompañadas de propuestas, de creatividad, de ganas de hacer mejor las cosas. Todos somos víctimas pero no todos somos beneficiarios del sistema globalizado, de la mundialización de los grandes flujos de capital financiero y la comercialización de la existencia misma. Hace poco reflexionaba sobre las causas de esa insatisfacción continua que muchos sentimos porque le damos un gran valor a los logros materiales. Hasta hace unos días, por ejemplo, me inquietaba la idea de tener un teléfono inteligente para... ¿para qué? Bueno, para navegar, para tener acceso permanente a Internet, para revisar el correo de forma instantánea, para twittear sin tregua... Sin embargo, en el contexto de la especialización en docencia universitaria que inicié, pude acercarme con otros ojos a la situación y comprender que no se trata de una necesidad vital. Ya formo parte de la pequeña élite mundial que posee una computadora con acceso a Internet. Es más, formo parte de la pequeña élite mundial que tiene una cuenta de ahorros en un banco; también es una pequeña élite mundial la que ha podido acceder a educación superior... Y sí, es una pequeña élite la que sabe leer y escribir, la que vive con más de un dólar diario, la que duerme bajo techo.
Cuando estemos a punto de quejarnos y maldecir al gobierno porque se cortó la luz justo en medio de la impresión de un documento, o precisamente cuando nos encontrábamos a punto de pasar al siguiente nivel en un videojuego; cuando nos sintamos desdichados porque este año no podremos cambiar de automóvil o porque nuestro celular no es del modelo más lujoso, empecemos por recordar que somos muy afortunados, que muchas veces ni siquiera hemos trabajado para conseguir lo que tenemos, que tal vez no merecemos todos los lujos que nos rodean o sencillamente no lo necesitamos y sobre todo, que el derecho a la queja nace del deber de participación, de la obligación de incorporarse a la vida ciudadana y proponer soluciones que empiecen por la propia conducta, por la interacción con los otros y el involucramiento en los conflictos de la comunidad. Podemos quejarnos siempre y cuando estemos haciendo algo para construir aquello que exigimos.
No estamos solos en el mundo y nuestro punto de vista es sólo uno de los infinitos ángulos posibles desde los que se puede mirar el Universo. La gestión de un sólo hombre o de un pequeño grupo de personas no va a cambiar una realidad atribuible a cientos de años de historia y a la actividad de millones de seres humanos. Pretender eso es ser iluso. Olvidemos el mal hábito de echarle la culpa de todo a alguien más y asumamos nuestra responsabilidad por cada una de las cosas que nos molestan. El cambio social no se logra procurando únicamente el bienestar individual y tampoco habrá verdadero bienestar individual si no creamos un entorno comunitario apropiado para ser felices. No somos clientes del Estado, somos ciudadanos con responsabilidades. Que quede atrás la apatía, es hora de ponerse en acción.
Imagen: The pinch of poverty de Thomas Benjamin Kennington