04 mayo 2009

Amor: ni se compra ni se vende

Alguna vez, leyendo los Estudios sobre el Amor  de Ortega y Gasset, me llamó la atención una observación del autor español en el sentido de que a dicho sentimiento, antes de sentirlo, lo "conocemos", pues estamos expuestos a las descripciones que de él hacen los artistas en sus obras o los amigos en sus charlas.  Y así sucede con muchos otros aspectos de la vida: tal vez sufrimos o nos frustramos porque, a priori, hemos construido un paradigma para cada elemento del concepto de felicidad, pretendiendo saber, sin haber vivido ni experimentado, cuál es la receta para el éxito.

La verdad es que lo que funciona para unos no tiene que, necesariamente, funcionarles a otros. Si de los caminos de nuestras posibilidades vitales despejáramos la influencia de los medios masivos, de la publicidad, de los estándares, seguramente, liberados de perjuicios y expectativas inútiles, podríamos dejar que la paz salga a nuestro encuentro.


Todo esto viene a propósito de varias reflexiones en las que me he sumergido últimamente; reflexiones que giran sobre todo en torno a las razones que puede tener una persona para sentirse feliz... por lo general estamos acostumbrados a requerir una explicación sensata para lo que nos sucede, y más aún, quienes nos quieren también necesitan justificar racionalmente nuestras decisiones. Muchas veces es difícil explicarlas. Una abandona la básica lógica aristotélica para adentrarse en una suerte de lógica paradójica a la Lao Tse, en la que la inmovilidad es el principio del movimiento.  Me atrevo a decir, una lógica menos maquiavélica y más desinteresada, no tan "occidental"; unos principios rectores de la conducta que ya no obedecen al instinto básico de preservación, sino que han pasado a tomar en cuenta realidades menos inmanentes.

Cualquiera diría que estoy hablando de Dios o de la moral cristiana... no se sabe si el predicador Jesús de Nazaret -ni si quiera se sabe si existió una ciudad así llamada, pero eso es tema para otro post- es un personaje histórico o la amalgama de varios mitos de la época; pero en cualquier caso, si cabe una interpretación en este sentido, podría ponerme de acuerdo con el mentado nazareno en que el amor es ante todo desprendimiento.  Definitivamente el problema no es que nos amen o no, sino nuestra incapacidad de amar, que pocas veces advertimos. Y es que esta capacidad no es innata ni instintiva sino valorativa: la axiología, los sistemas de valores abstractos son justamente los que nos diferencian de la vida meramente biológica de los animales; nosotros siempre perseguimos el "deber ser" además del ser, una finalidad última para nuestro comportamiento, un horizonte para nuestros pasos. La capacidad de amar se construye, se perfecciona.

Entonces, el amor, que tanto se confunde con el primario instinto de reproducción, no es un hecho sino una decisión.  No es "ciego" sino que ve más allá de lo aparente, no es autocomplaciente sino trabajador, no se "encuentra" al azar, sino que se aprende, como se aprende a dominar un arte.  Otro tipo de vínculos, posesivos, interesados, ególatras, idealizados, apasionados, en fin, suelen fracasar porque nunca fueron decisiones conscientes o en todo caso se maquillaron con las ilusiones irreflexivas propias del ser humano inexperto o frívolo.

Que no se me entienda mal: la ilusión es inherente al hombre y constituye el motor de la creatividad humana, pero es un impulso inicial efímero, que en caso de ser el único cimiento de una relación está destinado a desaparecer, y con él, todo lo que se haya construido encima.  "Porque tengo conciencia de sus defectos tengo conciencia de que la quiero" decía el maestro Adoum, y aún un sacerdote español que conocí en clases de bioética -el P. Antonio Alonso- narraba que su primer consejo para las parejas que asistían a los cursos prematrimoniales era: "no se casen si están enamorados", agregando después que el enamoramiento es un estado de franca idiotez durante el cual no deberían tomarse, jamás, decisiones importantes.  Paradójico que yo tome como referencia el criterio de un párroco, pero antes que nada, hombre inteligente. Amar, eso sí, y no es lo mismo.  Amar, en fin, como sostiene el entrañable Fromm  y otros sabios como Paracelso: cuanto más grande es el conocimiento de una cosa más grande es el amor.  

No se trata de un intercambio mercantil, de un contrato conmutativo, sino de una actividad creadora, una virtud, una unión a condición de preservar la propia individualidad, una acción de dar que es, en sí misma, la dicha.